Primavera (tierra removida antes de sembrar)

Los nudos en la garganta no se desatan al tragar. Por mucho que coma, por mucha agua que tome, siguen ahí si es ahí donde se despertaron por la mañana.

Cada nudo es un mundo y cada mundo es un descontrol que necesito controlar. Al parecer tengo demasiadas reglas que me paralizan, como si yo fuera mis propios padres ultracontroladores. Me tengo a mí misma en una esquinita, quieta, pegada a una pared muy fría, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Cualquier paso que de es un paso en falso. Ni ser la reina del tablero me serviría. Ni el permiso de moverme hacia donde yo quiera me valdría porque mis propias reglas no me permiten moverme hacia ningún lado. 

No sé muy bien qué hacer. Los nudos suben y bajan y se multiplican en la cabeza y en la panza. Un manojo de nervios, que lo llaman. Estoy pasando el día quieta, en casa, como si eso fuera a ayudar a que todas las burbujas que genera mi bullicio interior se calmen y no exploten.

En realidad no estoy tan quieta. Voy de acá para allá, no sé si quiero estar sola o acompañada, no sé si quiero comer cosas dulces o saladas. No sé qué planes tengo para el fin de semana.

Quiero poder moverme y hacer todas las cosas que quiero hacer. Quiero desparalizarme y ser yo, porque no es que ahora mismo lo esté siendo. No puedo ser yo con tantas reglas autoimpuestas e inútiles. Y, sin embargo, ahora que soy consciente de la multitud de reglas de mierda que me impongo, estoy igual de paralizada que antes pero como si me hubieran tirado desde un avión al medio del mar. No tengo pared fría donde apoyarme, solo agua, y todas las opciones están ahí para que las haga mías. Pero no puedo, porque no sé a dónde ir, no tengo luz de guía ni faro. Como si fuera caminando por mi sendero de baldosas amarillas y de repente el sendero se abriera, las baldosas amarillas ocupándolo todo, como si alguien hubiera decidido que todo el mundo es camino.

Ahora viene lo difícil. Ahora tengo que poner yo mis nuevas reglas. No es plan de ir a la deriva. No quiero ir a la deriva. Quiero inventarme reglas nuevas que me permitan moverme y crecer y ser yo. Borrar de verdad las reglas que me dicen "tenés que ser buena, y optimista, y amable, y tener más sentido del humor, y ser feliz, pero no seas feliz así, eso no va de acuerdo a las reglas". Borrarlas, porque ahora mismo tengo que ser perfecta y para ser perfecta tengo que ceñirme totalmente a ellas y no hay salida: si sigo las reglas, casi siempre hay un pero que me hace no ser perfecta. Si no las sigo, no estoy haciendo las cosas bien. No hacer las cosas bien es no ser perfecta y eso no es una opción si quiero estar bien.

Quiero cuidarme. Quiero dejar de intentar ser perfecta. De tener que ser perfecta. Quiero poder estar bien sin condiciones absurdas. 

Al carajo con las normas viejas, esas normas que parecen heredadas del siglo XVIII. Llegó la revolución: hola a empezar a crear mis nuevas reglas.

My London

La luz del desayuno del sábado

El sábado empezó con un desayuno lleno de luces y sombras, con la calidez del sol invernal acariciándome a través de la ventana. La miel a contraluz, el pan casero y un poco de té para entrar en calor. A decir verdad, me levanté bastante temprano: podría haberme quedado un rato más remoloneando en la cama. Pero no, me desperté y salté como un resorte: hacía sol y tenía pensado desde el jueves lo que me iba a poner. Por fin iba a estrenar mi súper suéter blanco lleno de siluetas de la cabeza de Mickey, y, para darle el toque eléctrico, mi súper falda azul cobalto metalizada. Los días que empiezan con decisiones tomadas suelen ser buenos. 

Tengo solo una boca, pero ese día tuve la cara llena de sonrisas. Me vestí y entre idas a venidas de la habitación al salón y del salón a la habitación empecé a preparar los papeles para llevar al consulado (al fin y al cabo, había una razón para salir de casa). DNI: checked. Foto de carnet: checked. Prueba de domicilio: checked. Ya tenía todo lo necesario para renovar el pasaporte, excepto que...la última vez que intenté renovar el pasaporte el funcionario dudó de que mi foto valiera. Miré las fotos de nuevo. Un mechón ondulado tapaba mi casi inexistente sien derecha. Bien, pienso, no voy a dejar que me echen para atrás por la foto después de ir hasta allá y juntar todos los papeles. Necesito otra foto.

Con el tiempo echándoseme encima, salí de casa y fui hasta el fotomatón más cercano. No resultó ser la máquina endemoniada que pensaba que iba a ser, a pesar de tener función de imprimir cosas (todos sabemos que las impresoras las trae el diablo). Se portó decentemente, imprimió la foto rápido, foto en la que salí con los ojos abiertos y sorprendidos en mi afán de no cerrarlos. Nada de pelo en las sienes (no es que eso hiciera que las sienes se me apreciaran, tengo la cara chica).

Volví a casa, Abel ya estaba listo, y allá que nos fuimos. Cuando llegamos al consulado, por supuesto, nos faltaban fotocopias y papeles y formualarios varios, además de dinero en efectivo para pagar por el pasaporte. Fue un buen (no deseado) recordatorio de lo que es la burocracia. Después de un rato en la sala de espera, me llamaron a una de las ventanillas. El funcionario que me atendió contestó a todo lo que le pregunté y consultó varias cosas con el que estaba atendiendo a Abel en la ventanilla a mi izquierda. Abel siempre tiene suerte con esas cosas: su funcionario sabía. Su funcionario moreno y con la nariz pequeña, un acento del norte de España precioso y unas facciones como si hubieran mezclado a Jim Sturgess, Gael García Bernal y a mi profesor de traducción especializada de alemán en la universidad (que obviamente también me gustaba). Creo que le sonreí como una boba durante toda nuestra conversación. Todavía me dura el enamoramiento y las ganas de que la ruleta de la vida haga que me atienda él cuando vaya al consulado de nuevo en marzo.

Cuando salimos, no pude evitar contárselo todo a Abel, riéndome risueñamente y llena de vergüenza. Él también estuvo de acuerdo en que su funcionario era muy guapo. Suspiré y le dije "ah...tengo un tipo". Se rio, echando la cabeza hacia atrás, dejando, gracias a la gravedad, que se ocupó de despejarle la frente de mechones castaños, su perfil recalcado perfectamente contra el cielo, y me dijo "¡Claro que tienes un tipo! Llevo un montón de tiempo dicéndotelo. Lo malo es que yo no sea tu tipo. 
"

Lo miré, a los ojos, porque hay cosas que hay que decir mirando a los ojos: "Claro que sos mi tipo. Sos totalmente mi tipo. Sos mi mejor tipo". Entonces echó de nuevo la cabeza hacia atrás, y riéndose, me contestó: "Tú eres mi mejor tipa".

Pasamos el resto del día paseando por Chelsea, intentando comprar una tortuga y absorbiendo conocimiento en el Museo de Historia Natural después de recargar energía con pasta y pizza.

Volvimos a casa a eso de las seis. Yo, con las piernas doloridas y la mente cansada pero llena. Y no hay nada mejor que tener la mente llena, sobre todo si es de amor.



Cinco cosas que me enseñó Londres

Londres vivida día a día no es como visitarla con ese único y maravilloso motivo: admirarla. Es una ciudad plana y sin embargo te mueve arriba y abajo como una montaña rusa mientras que, a la vez, te deja quieta y paralizada entre tanta gente y sus respectivas vidas y ambiciones. Londres no entiende de horarios ni de quietud (salvo los 25 de diciembre), te lleva por delante y te pide vivir y crecer. Or you're out. 

En estos dos años tuve la suerte de más o menos seguirle el ritmo, y me enseñó todo esto: 

1. Cada uno se dedica a lo suyo. No es nada personal que la ciudad me haga sentirme sola. Como yo, hay otro montón de gente que está así y que no sabe qué hacer para encontrarse. No es personal. No te preocupes. No refleja cuanto vales como persona. (Por cierto: mucho. vales mucho). 

2. Todo es fugaz y no hay tiempo. Los pocos ratos que te quedan libres después de trabajar son extremadamente valiosos y nadie quiere desperdiciarlos haciendo cosas que no le gustan o le gustan pero no le encantan. Siempre pensé que las grandes decisiones de la vida eran las más importantes, y, sí puede ser, pero la energía que invertimos en decidir qué hacer con nuestro tiempo libre es definitoria. Tenemos libertad y la disfrutamos y sufrimos cada vez que decidimos qué hacer. No se puede dejar lo que pase y hagas en tus ratos libres al azar o a la merced de otras personas que no nos van ni nos vienen demasiado. Hay que tomar las riendas e involucrarse. Hacer una criba y elegir qué es lo que realmente queremos hacer con nuestro tiempo. 

3. Si todo es fugaz, nada es para siempre. Enamórate de cada etapa en esta ciudad (trabajo, amigos, amores... incluso tiendas) sabiendo que es muy probable que desaparezcan de tu vida en algún momento no muy lejano. Echar raíces es difícil y levantarlas y marcharse es inmensamente fácil. En Londres, lo que hace que alguien deje de estar en tu vida no es la muerte ni la ruina. La inercia que hace que todo siga igual no existe. Se toman decisiones y se actúa de acuerdo a ellas y se hace y se piensa rápido y mucha gente tiene planes para irse porque, seamos realistas: la desconexión emocional es dura.

4. Aunque la desconexión y la falta de pertenencia es dura, hay quinientos millones de oportunidades para hacer todo lo que te propongas (salvo vivir en un apartamento de este siglo que no te cueste los dos ojos de la cara). El talento y el esfuerzo dan frutos tarde o temprano. Hay potencial en mí misma y en prácticamente todo lo que nos rodea.  

5. No te queda más remedio que crecer y mejorar, porque, al fin y al cabo, todo lo que te rodea está en constante cambio. No es posible quedarse atrás durante demasiado tiempo. Puede ser que tardemos en darnos cuenta o en entender que las cosas cambian, en ponernos al día y ver que se espera más de nosotros (o que se empiezan a esperar cosas diferentes). Todo nos empuja a crecer con nuestro alrededor y si no lo hacemos lo más probable es que nos tambaleemos y nos caigamos. Hay que encontrar el equilibrio entre seguir siendo nosotros mismos y soltarnos para dejarnos crecer. La conciencia de uno mismo es absolutamente necesaria en un lugar donde podríamos terminar muy perdidos si nos dejamos llevar por los cambios que suceden a nuestro alrededor sin intervenir en el presente y en el futuro con nuestras decisiones, y, en última instancia, imponiendo nuestras pequeñas voluntades a lo largo del camino. Si el trabajo te pide crecer, hay que crecer. 

Y esto es lo más importante que aprendí en estos dos años y medio. Espero que Londres siga enseñádome y haciéndome crecer. Es una de las cosas que le puedo agradecer a esta ciudad. 


P.D.: Si alguien se ve reflejado en alguna de estas cosas que aprendí, me encantaría oírlo.

Energía

Tengo un montón de energía que me está costando canalizar. Por ahora solo se está convirtiendo en ansiedad por volver a ese estado de paz del que bien disfruté durante tres días. 

Ahora que lo pienso, suena muy a ficción, a cuento con moraleja. Tres días suelen significar algo o ser una clave para algún acontecimiento grandioso e importante. Supongo que el tres es un número bastante perfecto. 

Al tercer día la gente resucita, ve amaneceres increíbles, cambia su destino o cae víctima de hechizos que les cambian la vida para siempre. ¿Será así para mí también? ¿Es necesaria mi intervención espiritual para que el tercer día signifique algo? 

Si pudiera decir "Y al amanecer del tercer día, la paz encontró un lugar permanente en su espíritu.", todo sería diferente. Tendría la certeza (y me gustan mucho las certezas, tal vez demasiado) de que todo va a salir bien, de que al final, y con suerte un final no lejano (más bien inmediato: HOY), voy a estar en paz. Mi eje va a ser cada vez más fuerte y moldeable. Voy a ser más yo. 

No sé si estoy emocionada o llena de miedo o triste o contenta. Tengo una mezcla de emociones que ojalá agh. 

Quiero volver a esos tres días, a la sensación de que todo es ligero, incluida yo, y que no pasa nada, que todo está bien. Que soy yo y el mundo y el mundo y yo y pertenecer no es algo inalcanzable. 

Tengo toda esta energía con la que no sé bien qué hacer. Pero estoy escribiendo y soltándola y sé que puedo llegar. Sé que voy a llegar.

Pichón


Hoy pude hablar. Me salió la voz y me sentí tan grande como una secuoya joven. ¿Quién me lo habría dicho hace unos meses?

Estos últimos días me cambiaron, o yo los cambié a ellos, no estoy muy segura. Mi mente estuvo mucho más serena que de costumbre. Sentí un atisbo de paz interior que jamás había sentido y es como si ahora comprendiera mucho más sobre el mundo y a lo que la gente se refiere cuando habla de estar en paz con uno mismo. Una serenidad refrescante. Un silencio refrescante. Una nueva capacidad de concentración en lo que está fuera y menos obsesión con lo que tengo dentro. Cada momento de estos últimos días fue aproximadamente 1000 veces más intenso que si hubiera ocurrido la semana pasada, y todo simplemente porque conseguí fijarme y mirar hacia afuera.

Con respirar una vez me bastó para hacer algo, para decir algo, para ver algo (cosas que normalmente requieren un montón de inspiraciones y suspiros).

Y hablé...me salió la voz como un pequeño arroyo. Limpia y cristalina y sin la posibilidad de volver hacia atrás. Sin siquiera la posibilidad de pensar en volver hacia atrás. Hablé poco y con decisión y sin arrepentirme inmediatamente de haber abierto la boca. Hablé sin temblar.

Hablé queriendo decir algo.

Hablé queriendo decir lo mío, lo que me hace a mí.

Hablé sin que la garganta me quemara.

Hablé sin sentir que eso era lo que se esperaba de mí.

Hablé sin sentirme un pichón entre otros miles.

Estoy tan feliz que se me saltan las lágrimas.

2015


No sé cómo lo hice pero conseguí empezar a escribir el primer día del año. Tengo un montón de ideas y temas sobre los que escribir, además de que también me gustaría contar mi vida porque nunca cuento mi vida y, bueno, ¿por qué no?

Esta fue la tercera noche vieja que paso en Londres y otra vez nos dio mucha pereza ir a ver los fuegos al centro, aunque no me arrepiento: vivimos en un primero y desde la ventana se ven los patios de los vecinos echando chispas y luces. A veces la luz apenas sube por encima de las verjas y árboles que separan los jardines y se ven los destellos de colores relampagueando a contraluz o subiendo al cielo como si de un baile improvisado se tratara. No es la primera vez que lo veo y todas y cada una de las veces no pude evitar pensar que son magos en duelo (cuando las luces son verdes juraría que se están lanzando avadas kedavras).

Si hay algo que tiene el fin de año es que invariablemente te hace pensar en otros 31 de diciembre que ya pasaste. Al recordarlos me di cuenta de que yo solía agradecer al año que se va y pedir al año que se viene, y por alguna razón perdí la costumbre. Así que, sí, es hora de agradecer al 2014:

Hace no mucho (aunque se sienta como una eternidad) le daba la bienvenida sin pedirle nada pero llena de esperanza y ganas. No lo llené de expectativas y sin embargo me dio mucho más que otros años anteriores. Lo recorrí mirando de a un día hacia delante. Tuve mis mejores y peores momentos hasta ahora. Me quise más que nunca, me odié más que nunca, tuve más rabia que nunca y amé más que nunca. Me demostró que, aún siguiendo la rutina, cada semana puede empezarse con un ánimo totalmente diferente a como se empezó la anterior. Y, lo más más más más importante de este año (y de mi vida) es que empecé a cuidarme y cada día que pasa sé cuidarme mejor.

Al 2015 solo le pido una cosa que además no va a poder evitar: solo quiero seguir creciendo. Le dedico a este día los pensamientos de todos los demás, casi para que los siguientes 364 amaneceres se despierten de los celos.