La Paz

Las cortinas están cerradas. Son casi las siete y ya es de noche. Lleva haciéndose de noche cada vez más temprano desde hace meses, pero no te me di cuenta hasta que un día, de repente, son casi las siete y es de noche y los ojos y el pelo me brillan, sí, pero por la luz de la lámpara del escritorio. 

Suele suceder al revés, también, cuando a partir del 21 de diciembre los días empiezan a ser cada vez más largos, pero no lo veo, no lo siento. Por fuera parece que todo sigue igual. Mi mente y mi cuerpo siguen convencidos de que es invierno y de que los largos días llenos de noche van a durar para siempre. Hasta que un día, así, de repente, son las siete y es de día. Viviste todos esos días en los que cada vez había más luz y sin embargo solo de repente fuiste capaz de darte cuenta de cuánto habían cambiado las cosas. 

Es fácil pensar que todo pasa de repente, cuando los “de repentes” no son en realidad tan repentinos. Al contrario: no son más que tu mente acelerando el paso para darle alcance a las cosas que siguieron avanzando mientras ella estaba ocupada deseando que todo fuera diferente. Un poco como la tortuga y la liebre, con la diferencia de que la mente gana cuando alcanza a la tortuga, a la vida que nunca dejó de, lentamente, seguir su curso. 

Escribo cuando estoy en paz, cuando mi vida y mi alrededor están en paz, pero mi mente no suele ir al mismo ritmo. Llega a estar en paz, sí, pero mucho más tarde. Mucho, mucho más tarde. Mientras tanto me preocupo por crecer, por mejorar, por cambiar esto y aquello, por encontrar la rutina perfecta de cuidado del pelo, por encontrar la rutina perfecta de cuidado de la piel, por encontrar la rutina perfecta de lo que sea que se me meta en la cabeza. Por encontrar la rutina perfecta, así, en general, porque es en la rutina perfecta cuando mi mejor yo sale a la luz. Si las estrellas y los planetas determinaran cómo somos, podría echarle la culpa de todo esto a Júpiter. Se empeñó en alinearse con la constelación de Cáncer mientras yo nacía y este es el resultado.

De vez en cuando me encuentro escribiendo en mi mente. De vez en cuando me pongo manos a la obra y escribo de verdad. Ahí es cuando caigo. Es obvio, ¿no? Dios, ¡es tan obvio! ¿Cómo puedo llevar tanto tiempo ignorándolo? Solo hacía falta una señal y la tuve: me puse, por fin, a escribir. Ya estoy en paz. Estoy en paz de nuevo. Durante meses y meses los días fueron alargándose y dejándome pasar más luz. Durante meses y meses no vi lo que estaba pasando. En mi eterna impaciencia me perdí los grandes, pequeños e inevitables cambios que yo misma estaba empujando a que pasaran. Con cada tormenta de llanto, con cada desgarro de desesperación, no me di cuenta de que, en realidad, todo lo que quería que pasara estaba sucediendo, por mucho que no fuera a la velocidad que yo quería.

No sé si llegué a la meta. Probablemente no. En una semana o en dos o a saber cuándo me voy a volver a desesperar, voy a volver a morirme de la impaciencia o a querer morirme de la impotencia de haber caído. De nuevo. Incluso entonces, los días van a seguir haciéndose más largos, sin mi permiso, sin mi consentimiento, y sin hacer caso a mis plazos caprichosos. Y después voy a volver a estar en paz. Y después pasará de nuevo. Y cada una de esas veces mi mente llegará antes al "ya está, ya pasó". Porque ya me di cuenta una vez. Quién se da cuenta una vez puede volver a darse cuenta un millón.